Rostro estático, ojos negro tristeza, sonrisa perdida, apenas algún monosílabo audible. Mis intentos de interacción con aquel #púber, sentado frente a mí, rebotaban en una pantalla invisible, más allá de la cual yo intuía un peculiar universo de posibilidades.
Su mirada se centró en una hoja en blanco y un lápiz, que habitaban, nunca por azar, la mesa de la consulta. Tomó ambos artilugios. A mano alzada, en poco tiempo, técnica depurada, dibujó un cuadrado perfecto, dentro del cual colocó, con idéntica perfección, la imagen de Harrison Ford junto a las palabras Indiana Jones. Javier dominaba el lenguaje del cómic, lenguaje que yo leía, pero rara vez hablaba.
Con la torpeza de quien ignora el concepto de línea, esbocé una viñeta en torno al término Hola, imitando la caligrafía de su dibujo. Me miró con un atisbo de crítica compasiva. Giré el papel hacia él y lo dejé allí. Me sentía, al mismo tiempo, frustrada y contenta. Mi depauperado grafismo establecía un instante de #contacto ocular.
Regresó a su mundo. Levantó con su mano izquierda una muralla que, demasiado ingenuo, supuso infranqueable. Aislado en su icónico léxico, recreaba grises, modificaba perspectivas, refinaba matices, diseñaba nuevas escenas. Transcurridos unos minutos, advertí cierta cadencia en el roce del lápiz al deslizarse por la superficie blanca. Imaginé que él, probablemente habituado a manejar escalas, podría estar interpretando alguna suerte de adagio. No sé si fue deseo, sensibilidad, casualidad lo que hizo que vislumbrara permeable su silencio.

Tomé de nuevo el lápiz. Y la goma. Traté de coger el tono. Javier volvió a mirarme. Un trazo, le miro. Otro trazo, me mira. Un borrón, le miro. Dos borrones, me mira. Tres borrones en la parte superior del folio, le miro. Tres borrones y dos golpes con la punta del lápiz contra el papel, me mira, perfilando, en esta ocasión, una tímida mueca de satisfacción, a la cual yo respondí con un gesto de complicidad.
Debilitada la muralla, construido el excéntrico canal, los lápices devinieron baquetas, las corcheas codificaron palabras, los objetos expresaron timbres. Mesa, lámpara, libros, sillones vibraban toque a toque. Diez acordes más tarde, estábamos absolutamente sincronizados, combinando las notas de las cosas, tratando de armonizar graves y agudos con el objetivo de interpretar una única melodía.
De pronto, escuchamos tres fuertes golpes, ajenos al espacio acústico que respirábamos. Nuestras miradas preguntaban quién de nosotros habría introducido tal discordancia. Alguien empujaba la puerta. Sonreímos. En clave de sol.
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